diciembre 26, 2010

I: Marina

2018. Invierno. Dentro de la ciudad la atmósfera es vacío. Sin embargo hay quienes ya traen el vacío dentro.



-"Anda, Marina. Mange, si tu plait".
La noche iba cayendo. El canto de las aves anunciaba que pronto la ciudad dormiría y los sueños comenzarían a despertar.
-"Si no comes te quedarás como una niña de cinco años siempre y nunca podrás disfrutar del mar".
-"La mer, maman?", preguntó Marina.
-"Oui mon petit coeur, la mer", contestó Maïa, con gran nostalgia.
Nadie sabía qué pasaba con Marina. Maïa, su madre, se había rehusado a llevarla a las terapias que le habían recomendado. Simplemente le daban mala espina.
"Además", decía Maïa, "Marina tiene la sonrisa más hermosa del mundo. Ella no tiene ningún problema".

Marina entendía perfectamente el español, pero se rehusaba a hablarlo. Incluso no hablaba con nadie, más que con su madre. Las palabras que salían de su pequeña boca siempre tenían que ver con el mar y con la música.

"Quizá es la ciudad la que le hace tanto daño a Marina. Quizá soy yo", pensaba Maïa constantemente.

La ciudad cansaba. El constante ir y venir del bullicio. Las calles llenas, la gente extraña, el frío seco y las lágrimas guardadas en cajitas de cristal.
El único momento del día que ambas podían disfrutar, era la hora de la cena, cuando Marina le pedía a su madre que pusiera aquella canción de Edith Piaf que hablaba sobre un amor abandonado, pero que a Marina le gustaba mucho porque su madre la tomaba de los brazos y cantaba y bailaba como si no hubiese un final.




Pero el final siempre llegaba...

Marina amaba a su madre, y su madre la amaba infinitamente. Aún así, el vacío que en ambas habitaba era indescifrable y sólo la noche sabía que tanto era lo que hacía falta.

Marina se quedaba dormida escuchando los suspiros que emanaban del cuarto de su madre; dormía, todas las noches, escuchando a su madre cantar:
"Non, rien de rien, non, je ne regrette rien..."


(Continuará...)

noviembre 26, 2010

El principio

La tomó con una mano. 

Tembloroso la abrió. 

"El último cigarro", pensó. Buscó dónde sentarse. Debía estar preparado para lo que viniera; debía, de alguna u otra manera, tener más que sólo los pies en la tierra. Comenzó a buscar dentro de los bolsillos de su pantalón, aquel encendedor que alguna vez llegó a alumbrar conversaciones infinitas. 

Las manecillas de su reloj interno daban vuelta. No se detenían. Por más que él quisiera. Pensaba en ella; en su cabello, en su andar; pensaba en su rostro, en su piel. El tiempo transcurría y a lo largo de la calle lo único que se podía distinguir era el frío, como fantasma, acercándose al pavimento.

Cerró los ojos por un momento. Estaba tan cansado. Esas citas eran un viaje interminable. La alegría del instante; el aroma de su piel; el llanto de sus almas; todo aquello se fusionaba y se convertía en momentos colapsados, secos, sin vida.

Inhaló fuertemente. Escuchó a la distancia pequeños pasos, agotados, haciéndole eco en su corazón. El aire se quedó estancado en su pecho. Rápidamente abrió los ojos y volteó hacia la izquierda. Una bolsa de papel danzaba con las hojas secas que encontraba en su andar por el pavimento.

Soltó el aire lento, con hastío.

Prosiguió con la búsqueda de su encendedor. Arriba, abajo, a un lado.

Nada.

Volteó a su derecha -"qué tan estúpido puedo ser"-,  y lo vio en el suelo, casi como si estuviera llamándolo.

Lo tomó con furia, -"una llama más, es lo único que te pido, anda, una llama más"-. Intento encenderlo; lo intentó una vez más. Recordó que no había tomado el cigarro. 

-"El cigarro, el último maldito cigarro y aún no llegas, mujer".-

Colocó el cigarro en sus labios partidos; aquellos faltos de agua, de besos; aquellos fragmentados por el tiempo, por la espera que parecía interminable.

Intentó encenderlo. 

Nada.
 
Intentó una vez más. Al fin una pequeña llama logró hacerse presente. 

Un aroma ahumado comenzó a invadir sus pulmones. Fumó tan rápido que el humo ni siquiera tuvo la oportunidad de atraparlo en el sopor que ella, tan sutilmente, le había enseñado a disfrutar.

Un par de segundos más; una eternidad entre los dedos que sostenían la última esperanza de verla; la ceniza final. 

Se levantó. 

Sin saberlo dejó a su sombra enfriándose, plasmada en el suelo. Dejó a su sombra aún en la espera de aquella mujer. 

Se incorporó y a pasos lentos se deslizó por aquella calle fría; llegó a la esquina y dio la vuelta. Esta vez, no miró hacia atrás.

Sobre el suelo, la sombra inhaló; cerró los ojos. Escuchó pasos, lentos, cadenciosos. Abrió los ojos y volteó.

Nada.
 
Buscó alrededor.
 
Arriba, abajo, a un lado.

Entonces, entre el frío, distinguió un aroma. 

Miró al frente. Sobre el pavimento, la silueta de una mujer enfriándose bajo la espera de un hombre que esta vez, no quiso mirar hacia atrás.







septiembre 15, 2010

El parque

Nadie imaginaría que el dulce aroma de labios que nunca se han tocado, provocaría un efecto embriagante en dos perfectos extraños. Nadie imaginaría, de igual manera, que fuesen dos perfectos extraños.

El ambiente se sentía húmedo. Hacía un poco de frío y el verde alrededor daba una sensación de frescura y de comodidad.

Ella, sintiéndose niña. Él, sintiéndose hombre.

Caminaron. Ambos sabían porqué habían llegado ahí, porqué habían decidido cambiar de lugar. Hablaban sobre nimiedades sólo para bajar un poco la ansiedad, sólo para escucharse, sólo para jugar.

El coqueteo estaba en el aire. Ella sonreía, él la miraba.

El tiempo transcurría, se deslizaba, extraño, por sus poros.

Se caminaban. Se caminaban por un mundo que estaban construyendo ahí, en ese simple parque, con simples árboles, con simples bancas. Se caminaban por un deseo, por un país; se caminaban por sueños latentes, por paraísos vigentes. Se caminaban por pieles que se necesitaban, por caminos que los juntaban.

De pronto, se detuvieron. Hubo un silencio. Ninguno de los dos se percató del momento en el que sus labios se juntaron, sus cuerpos se fusionaron y en el que se hicieron uno por un instante.

Lentamente se separaron, y se miraron, tal como lo hacen los viejos enamorados, tal como lo hacen aquellos que se conocen desde siempre, de otras vidas, de otros reinos. Se miraron con tanto deseo, se miraron con tanta intriga y tanta pasión que ahí, en el parque, se convirtieron en uno por una eternidad.